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A Daniela (nombre ficticio) le gustaría tener la piel negra como un bosque en la noche. La suya tiene el color de la arena, como la del hermano que ya no recuerda. Le cuidaba cuando ella tenía cuatro años y todavía vivía en una chabola de El Gallinero, un asentamiento romaní de Madrid. Ahora duerme en la segunda planta de un chalé de la capital, en una habitación para ella sola. “Antes  estaba en una chabola, no iba al colegio, jugaba con mi hermanito y con mi perro, que ya no sé cómo se llama”, dice Daniela. Ha extinguido su memoria voluntariamente. Lo hizo en el momento en el que anunció que su madre había muerto.

Tras dos años en un centro de menores, se deshizo metafóricamente de su familia de sangre. Su madre biológica, a la que le retiraron la custodia de Daniela por abandono, había dejado de visitarla. Entonces llegaron Blanca y Alejandro, un matrimonio con dos hijos adoptados de raza negra, Nicole y Nacho. Era su familia de acogida. Se fueron a merendar a un McDonald’s y comenzó a llamarlos “papá” y “mamá” media hora después de conocerlos. A Daniela le gustaría tener la piel negra como un café americano para parecerse a unos hermanos con los que ni siquiera comparte apellido. La familia no es algo inmediato, es el cúmulo de las peleas por ver quién se ducha antes, las protestas a la hora de comer o ver una película juntos el domingo. Pero para Daniela sí fue algo presto, casi urgente. “Necesitaba recibir amor y cariño incondicional, saber que nadie la iba a volver a abandonar”, explica Alejandro, su padre de acogida. 

En España hay alrededor de 35.000 niños tutelados por el Estado, según la última aportación realizada por la Dirección General de Servicios para la Familia y la Infancia (2013). En realidad, se estima que el número es mayor: los datos de algunas comunidades autónomas no aparecen en el informe. De esos 35.000, aproximadamente el 50% vive en residencias, según Fundación Acrescere —dedicada a la protección e integración de menores que no pueden vivir en familia—. 

Lo ideal, según la ley del menor, es que ningún niño protegido por la administración viva en un centro, sino en el entorno más normalizado posible. “Aunque los centros son excelentes dispositivos educativos, los pedagogos y psicólogos no consideran que sea el lugar donde se deba educar a un menor durante muchos años”, apunta Emilia Mejías, jefa del área de acogimiento y adopción de la Comunidad de Madrid. “Hay muchos niños con necesidades especiales graves esperando una familia. Graves como parálisis cerebral o enfermedades raras con las que hay una expectativa muy grande de sufrimiento e incluso posibilidad de que no lleguen a hacerse mayores”, añade Mejías. Ocurre algo similar con los niños de seis años: a esa edad se considera que es “mayor”. La probabilidad de que encuentre una familia disminuye según crece. Según el informe de la Dirección General de Servicios para la Familia y la Infancia, el 63,9% de niños que encuentran un hogar tiene entre 0 y 3 años; el 19,3%, entre 4 y 6; el 10,5%, entre 7 y 10. El Observatorio de la Infancia realizó un estudio en 2010 en el que concluía que la mayoría de niños que viven en instituciones tienen entre 9 y 12 años. “Un aspecto positivo es que los niños de 0 a 3 años suponen el grupo menos numeroso, aunque un 20% es una cifra a tener en cuenta”, añade el informe.

No hay muchos niños que sean adoptables —situación en la que la tutela pasa a ser de los padres adoptivos—, porque eso significa que el crío ha quedado huérfano o su familia es extremadamente disfuncional. La mayoría de los adoptables son bebés, que consiguen un hogar rápidamente. Sin embargo, los niños de más de seis años suelen llegar al sistema tras haber sufrido abusos, malos tratos o abandono por parte de su familia biológica. El Estado retira la tutela a estos padres, pero al seguir existiendo un vínculo jurídico, estos niños no son adoptables, sino acogibles.

“Es muy difícil explicarle a un niño que sus padres le han abandonado. Si son mayorcitos son ellos los que te preguntan: ‘¿Dónde están mis padres?’. Y tú tienes que decirles la verdad: ‘Les hemos dicho que vengan a verte pero no han venido’. ‘Eso es que no saben el camino’, te contestan. Y tú les dices: ‘Sí saben el camino porque yo se lo he explicado’. ‘Entonces es que no tienen dinero para el bonobús’. Estas frases son reales. Hay que hacerles comprender la realidad por muy dura que sea, tienen que ser conscientes de que sus padres les han abandonado”, explica Emilia Mejías. “El problema llega cuando el niño tiene seis años o más, ya que han vivido situaciones muy complicadas, han sufrido mucho. Pocas familias acogedoras se ofrecen a cuidar de estos críos: temen que no se adapten bien por los recuerdos y los traumas”, señala.

Acogimiento de una niña con discapacidad

Daniela tiene ahora nueve años. Hace tres que llegó a su familia de acogimiento y ya se sabe los álbumes fotográficos de memoria. Disecciona las imágenes con la mirada y señala: “Esta es mamá”, “esta es Nicole”, “este es Nacho, que a veces es un pegón”. Sus recuerdos son como un puzle en el que las piezas encajan de manera caótica y desordenada. Si antes vivía entre barro y escombros, ahora se desliza por un suelo pulcro mientras sujeta una tablet rosa en la mano. Revolotea como un animalillo salvaje.

“Daniela nació en Rumanía, al parecer fue un bebé sietemesino y la madre había tenido una infección en el embarazo, así que nació con una lesión cerebral —tiene una discapacidad del 50%—. Al llegar a España, la madre dejó a la niña con la abuela. Cuando la veía decía: ‘Ahí viene la loca’. A los cuatro años la escolarizaron pero los profesores se dieron cuenta de que faltaba mucho, que llegaba siempre sucia o diciendo que habían quemado su ropa en una hoguera. Son los trabajadores sociales del colegio los que denunciaron el caso: la Comunidad de Madrid intervino y la niña pasó a una residencia de la zona de Vallecas. Al principio la madre iba a verla todos los meses, tenía una renta social y una de las condiciones para cobrarla era ver a su hija. Cuando se acabó la renta dejó de visitar a Daniela. Ella lo pasó muy mal: empezó a orinarse, a mentir…  Tenía cinco años y ni siquiera hablaba. En la residencia la sentaban en el suelo y no se movía. Cuando vino con nosotros, le hicieron un estudio y detectaron que tenía una edad de mental de dos años, cuando en realidad tenía seis. Ni siquiera se sabía los colores”, cuenta Blanca, su madre de acogimiento.

Al principio, Daniela era muy insegura. Todos los días preguntaba: “¿Verdad que tú eres mi mamá?”, “¿Verdad que voy a estar en la familia?”, “¿Verdad que va a ser para siempre?”. “Cuando vinieron los técnicos de la Comunidad a visitarla para ver qué tal iba el acogimiento, lo pasó fatal. Tenía miedo de que se la llevasen de vuelta. Los quería echar de casa, les decía: ‘Ya hemos terminado, os tenéis que ir’”, rememora Blanca.

Nicole, de quince años, y Nacho, de doce, son los otros hijos no biológicos de Blanca y Alejandro. Ambos llegaron a la familia cuando eran bebés. Nicole comenzó como un acogimiento, pero después de varios años en los que era imposible localizar a la madre, la niña pasó a ser adoptable. Nacho, sin embargo, lo fue desde el principio. Nada más nacer, fue abandonado en las calles de Haití. Tuvo que sobrevivir seis meses a la intemperie hasta que los servicios sociales lo encontraron y se hicieron cargo de él. “Tras haber adoptado a Nicole y a Nacho estábamos contentos pero nos dimos cuenta de que sólo teníamos a dos niños de los miles que hay en España en centros de menores. Así que tomamos la decisión de adoptar o acoger a otro más”, explica el matrimonio. “La Comunidad nos ha planteado adoptar a Daniela. Estamos abiertos a que la madre biológica esté en contacto con ella, sería muy bueno para ella. Pero por supuesto la adoptaríamos. La niña no tiene a dónde ir. Si el acogimiento termina, tendría que volver a la residencia y eso sería horrible para ella. Además, la sentimos como una hija más, reconoce Alejandro.  

Autora: Noemi López Trujillo con video de “93 metros”
Publicado en El Español el 7 de mayo de 2016

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