Tras una larga vida, (acababa de cumplir 80 años,) vivida casi toda en San Martín (Tarapoto, Lamas, Picota), gozosa en la vida comunitaria y la misión, creía que ya nada cambiaría en mi existencia. Pero Dios siempre sorpresivo, me deparaba otra experiencia distinta. Se me pidió ir a Argentina si en ello, no tenía dificultad. Por supuesto que no la tenía. La primera impresión fue de extrañeza, pero muy pronto comprendí en mi interior, que era una nueva llamada del Señor, y que a semejanza de Abraham me solicitaba, partir hacia lo desconocido, confiando en Él. Así fue, Él estuvo muy presente en mi experiencia. Sabiendo el Señor, que me hacía falta comprender vivencialmente cómo ama especialmente a los pobres y enfermos, me puso en esa realidad. Tuve la oportunidad de ver de cerca el ejemplo hermoso de las Hnas. que, sufriendo la enfermedad, la imposibilidad de atenderse personalmente, recibían con cariño serenidad y gratitud, la asistencia permanente, de otras personas. Sabemos todo lo que esto supone. Sólo quien ha vivido anteriormente la entrega a Dios, puede en estas circunstancias responder de ese modo.
¿Cómo no agradecer a Dios esta gracia, este ejemplo de amor? Brota de mi corazón una mirada agradecida y confiada. A esta experiencia de amor compasivo hecho ternura y entrega, se unió en todo momento la acogida y cariño de todas las Hnas.
Viviendo feliz esta realidad, se me comunicó el regreso a Perú, pero no a Tarapoto de donde había salido, sino a Manchay. Otra vez el Dios sorpresivo, sale a mi camino. “En el atardecer de mi vida” me pone al alcance una profunda realidad de pobreza y marginación. Nunca acabamos de aprender, ese amor compasivo y misericordioso de Dios por los más pobres y pequeños. Otra vez, una gran enseñanza para mí, en la que, sin duda, Dios quiere purificar mi mirada, y mi corazón, tarea que no está exenta de dificultades pero que lo vivo como una gracia especial de Dios.
Desde el primer momento, el Señor, siempre presente en mi vida, me invitaba a profundizar esta realidad de su inmensa compasión. Al caminar por algunos cerros y por calles empolvadas. Me he sentido parte del pueblo, ese pueblo de Dios, que, entre luces y sombras, trata de seguir al Señor y que, desde su marginación y sufrimiento, nos enseñan sin pretenderlo, a ver, cómo Dios camina junto a ellos, y cómo nos pide mirarlos con amor, asemejándonos a su Amor.
Al compartir este pequeño testimonio, sólo quiero expresar, esa Misericordia de Dios, siempre acompañando y cuidando nuestras vidas, de ahí el GRACIAS PERMANENTE AL SEÑOR.
María Jesús Iriarte.
Religiosa compasionista
Lima- Perú